Había una vez, un circo
por Lía NogueraEn una carpa de circo, y a modo de microcosmos que reproduce y produce un estado de nación, los protagonistas circenses se debaten en un entramado de disputas que se concentran en una pregunta: ¿cómo continuar?, ¿cómo seguir pujando por un deseo que se torna utopía cuando los obstáculos son más una regla que una excepción? Porque en este circo todo es decepción, y una poética del fracaso tiñe a quienes lo integran y amenaza con salirse de los límites de la propia carpa. Un enano que ha crecido, una contorsionista embarazada y que desconoce la paternidad de su futuro descendiente pero que sabe que es de alguno de la troupe circense, un lanzador de cuchillos tuerto, un funambulista alcohólico, y un presentador y dueño del circo opositor al pensamiento político de sus “compatriotas circenses”, son algunos meros ejemplos de lo que sucede en este espacio que se inserta en La Pampa Argentina y muy cercano al tren que atraviesa a este pueblo cuasi olvidado. Así, retomado el grotesco criollo y articulándolo con un contexto y un discurso peronista que cala en las grietas de una nación fragmentaria, la obra escrita por Andrés Binetti y Mariano Saba expone una inteligente reflexión sobre los modos de apropiación y significación que un grupo de artistas hace de los restos, de los pedazos que quedan cuando todo estalla. ¿Y qué es lo que estalla? La simple y sencilla posibilidad de permanencia de un mundo (el del circo) que desaparece; peligra su espectacularidad y por lo tanto aquello que se vuelve espectáculo en esta obra no es lo que sucede en la arena del circo, sino por el contrario, aquello que sucede en el adentro, en la parte de atrás de la escena. De esta manera, tensionando y exhibiendo lo que estaba destinado a no ser visto: la historia de los artistas, sus frustraciones, sus angustias, el texto gana en su interés y apuesta por una marcada exhibición de discursos opuestos que no repara en mostrar sus jerarquías, sino más bien, su coexistencia y por momentos, sus propias grietas.
Pero si “la patria está fría”, como dice el personaje de Ezequiel Lozano (el funambulista alcohólico), lo que no está frío es lo que sucede en la escena. Los cuerpos de los actores, sus actos, sus desplazamientos ganan en fuerza y en una marcada intensidad, construyendo un reducto en el cual la pasión y también el amor siguen estando en su horizonte deseante. Y en ese entramado, nosotros, el público, nos convertimos en los participantes voluntarios de esta interioridad que se nos exhibe, porque mientras el público ficcional del circo queda oculto (o mejor dicho, desaparece), el público real se constituye en un componente más de la obra. Todos enfrentados en la escenografía que acertadamente diseñó Magalí Acha: una gran carpa de circo que reproduce, desde antes de ingresar a la sala con la entrega de una bolsita con caramelos Sugus, ese recuerdo del acontecimiento circense. Doble juego, el que acerca y el que distancia de la ficción con el fin de sostener en esa misma tensión el mismo espacio que reproduce: el de una nación pero también el de un pueblo que no quiere ser silenciado. Y sí, señores y señoras, a no dudar: pasen y vean a este grotesco llamado La patria fría…
Muy buenas críticas pero me parece que no han tenido demasiado en cuenta la metáfora política, no?
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